Hace 16 años llegó a mi vida el ser más adorable de la tierra. Desde que tenía 3 años rogaba a mis papás por adoptar un perrito. Me dijeron que no por 4 años seguidos. Siempre ponían excusas, pero yo les daba la contra. Cuando ellos decían “el departamento es muy pequeño”, yo respondía “ira al parque todos los días y será libre ahí”; si decían “una mascota es un gasto extra”, yo respondía “¡gasten menos en mí y la diferencia en mi nuevo bebé!”; y cuando decían “es una responsabilidad muy grande”, yo respondía “soy casi una adulta”. ¡Hasta que por fin llegó el día!

Mis padres accedieron a adoptar una mascota, pero mi mamá dejó las cosas muy claras respecto a qué tipo de perro íbamos a dejar que entre a nuestra casa: “debe ser pequeño y que bote muy poquito pelo”.¡Así que empecé mi búsqueda! Le preguntaba a todas las personas que conocía si conocían de alguna raza de canes con poco pelo, que no botara mucho, y que fuese pequeño, pero la única respuesta que obtenía era “el perro peruano sería ideal, pero es un poco grande”. Así que con 7 años – y un alto nivel de madurez – según yo, continúe en mi búsqueda del “perro ideal”.

Hasta que una mañana, camino al colegio, le conté a la señora que me hacía movilidad mi emoción por tener – por fin – un perrito y ella me comentó que los poddles eran pequeños y no botaban mucho pelo. ¡Llegue a mi casa feliz! Y se lo conté a mi mamá. Hace 16 años había una veterinaria en un centro comercial ubicado cerca a mi casa, ¡fuimos hasta allá en búsqueda de la nueva integrante de mi familia! Pero cuando llegamos sufrí mi primera gran decepción. Los cachorros de la raza poddle costaban 800 dólares. Por obvias razones, mis papás me dijeron que era imposible que uno de ellos sea parte de la familia. ¡Otro año sin un perrito conmigo! ¡Parecía una maldición!

La señora de mi movilidad me contó que su perrita acaba de dar a luz y estaba vendiendo a sus cachorrillos a 20 dólares. ¡Estaba feliz! Llegué a casa y le conté a mi papá muy emocionada de la gran promoción que había encontrado. Ambos me miraron resignados y fuimos corriendo hasta la casa de la señora Ofelia (mujer encargada de que Sasha llegara a nuestras vidas, y de mi felicidad). Recuerdo que habían 9 cachorros corriendo por toda la casa ¡Estaba en el paraíso! Los cachorros parecen pequeñas bolas de pelo en constante movimiento. Una se me pego mucho, me olía, me lamia, y yo estaba fascinada. No sé si mi mamá terminó contagiándose por mi emoción o qué pasó, pero terminó feliz con la perrita.

Llegamos a casa y esa noche fue de terror. Sasha no dejaba de llorar, no sabíamos si tenía hambre, si tenía sueño, si quería orinar o si extrañaba a su mamá. No tenía idea de porqué lloraba tanto. Mi mamá le dio un poco de leche, la envolvió en una manta y la arrulló hasta que se quedó dormida. Y así fueron pasando los días, los meses, los años y Sasha se volvió una integrante muy importante en nuestra familia. Cuando alguien llegaba de visita a casa, ella salía a saludar y alegraba la tarde. Cuando alguien llamaba a casa, esa persona siempre le mandaba saludos ¡jaja! Se volvió la hermana menor que nunca tuve. Ella fue mi compañera de juegos y mi confidente, a los 8 años le contaba mis grandes secretos (qué chico me gustaba o porque me había peleado con una amiga), porque sabía que no podría contarle nada a nadie. En quince años he acumulado infinitas anécdotas con mi hermana menor, Sasha, pero escribir este artículo resultaría eterno si las contara. Así que viajemos hacia el presente.

Sasha está a 12 días de cumplir 16 años y hemos vuelto al principio. Ya no puede comer su comida, porque sus dientes se le han caído. Ahora debo calentar leche para poder suavizar sus croquetas y que disfrute de su alimento. Ahora usa pañales y se los debo revisar cada hora para ver en qué situación está. Ahora ya no tiene energía y solo quiere descansar, pero no tengo nada que reclamar, luego de darme tantos años de juegos y aventuras, lo mínimo que puedo hacer es dejarla descansar. En este punto deben estar pensando, “¿y cómo te vas a despedir de ella cuando tengas que hacerlo?” Y honestamente… no lo sé. A veces reniego – cambiar pañales no es divertido -, pero no me siento preparada para dejarla ir. Sé que cualquier mañana voy a despertar y me veré obligada a despedirme. Solo me queda darle todo el amor que pueda hasta que decida seguir siendo mi compañera.