Ciudad de México es un destino muy sugerido para viajar. Tal vez, la semejanza entre nuestro pasado prehispánico y colonial lleva a muchos –no solo a mí- a tener una gran simpatía por este lindo país. Tuve el enorme placer de estar allá hace poco y disfrutar de su cultura e historia. En ese ínterin, fue imprescindible acudir –para mi deleite- al Museo Mural Diego Rivera, el cual cobija en su interior a una de las obras más representativas de la sociedad mexicana: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.
Con una superficie de 4.17 metros de ancho y 15.67 metros de largo, y un peso de 35 toneladas; este fresco contiene en cada una de sus pinceladas un sinfín de historias, sentimientos, críticas y anhelos que envuelven, en la contemplación y admiración, a quien la observe. Fue mandado a crear para adornar el entonces lujoso Hotel Prado –hoy hotel Hilton- en 1948 y luego, tras el devastador terremoto de setiembre de 1985 –con un despliegue sin precedentes de expertos- se la trasladó a la recién construida Plaza de la Solidaridad (sobre las ruinas del también lujoso ex hotel Regis, a un extremo de la misma Alameda Central). Para así salvaguardarla y exponerla al público.
La obra se puede dividir en tres secciones, ordenadas cronológicamente, con una lectura de izquierda a derecha, que van desde: 1) la Conquista y la época colonial; 2) el Porfiriato y; 3) el México Moderno (de la Revolución Mexicana). Con la presencia de más de 70 personajes y en una combinación de colores muy bien logradas, Rivera busca rendir homenaje a algunos personajes, y fiel a su estilo, no deja de polemizar -mediante la crítica evidente- lo que según su punto de vista había sido ajeno a la justicia.
Desde Hernán Cortés (conquistador español), sor Juana Inés de la Cruz (poetisa e icono del feminismo), Ignacio Ramírez o “El Nigromante” (escritor y político liberal mexicano), hasta Frida Kahlo (pintora surrealista y su última esposa), José Guadalupe Posada (su gran maestro en las artes plásticas) y su calavera Catrina (creación de Posada). Rivera logra retratar -de forma magistral- a cada uno de ellos – y a más- en este fascinante mural. Asimismo, no puedo dejar de mencionar el autorretrato que realiza en dos de los apartados del fresco. Él se retrata como un niño que está, por un lado, de la mano de Kahlo y de Catrina –en señal de homenaje a Posada–; y por otro se vuelve a retratar junto a su familia, comiendo una popular “torta de jamón”.
La inspiración, según él, estuvo en los sueños. Para Rivera, la Alameda Central era el centro de reuniones de la burguesía mexicana, donde de manera cotidiana, se libraban procesos históricos y sociales fundamentales. Es en ese sentido que el autor, antes de buscar un fin didáctico, es movido por lo onírico.
Rivera afirma sobre su obra que “la composición [del mural] son recuerdos de (su) vida, de (su) niñez, y de (su) juventud (…) Los personajes del paseo sueñan todos, unos durmiendo en los bancos y otros, andando y conversando”. No obstante, esta creación, desde el inicio, no estuvo exenta de censuras por parte de la sociedad de aquel entonces. El arzobispo de la ciudad se negó a bendecir el fresco antes de inaugurado por la aparición de la frase del Nigromante que decía “Dios no existe”. Además, luego de ser dañado por un grupo de jóvenes conservadores, el autor decidió cambiar el texto por “Conferencia en la Academia de Letras el año 1836” haciendo alusión directa a la misma sentencia.
Polémico, de fértil producción, con sensibilidad social –y hasta revolucionario. Ese es Rivera. Es un must para todos aquellos quienes aman el arte y la cultura y están dispuestos a deleitarse de uno de los muralistas más importantes del siglo XX.