Hace unos meses, en la cena, mi hermana me soltó una frase:
– »Somos adictos» – dijo, mirando al café que estaba sobre la mesa.
– »Quizá sí. Papá suele preparar todos los días. Me ayuda a concentrarme para la universidad» – objeté.
– Lo sé, pero es chistoso – respondió, mirando a la nada – hace unas semanas no poseíamos cafetera y todos vivían tranquilos. Ahora, pareciera que se mueren si no tienen una taza al día – se burló.
Me reí con ella, hasta que agregó:
– No te parece, Hilda… ¿Qué quizá podemos hacernos adictos a las personas? – dijo, mientras bajaba la cabeza.
Yo la miré con ternura. No había escuchado a mi hermana decir algo tan profundo en años, quizá porque no siempre tenemos la oportunidad de sincerarnos tanto; Sin embargo, no pudimos concluir la conversación, porque nuestro padre se entrometió en la sala.
Pero no pudo dejar de hacerme pensar. Nos hemos hecho adictos a muchísimas cosas, algunas más fuertes que otras, algunas más dolorosas que otras. ¿Por qué? ¿Por qué tenemos la necesidad de depender? He tomado menos tazas de café que corazones rotos con los que he lidiado. He ignorado un trago, pero no puedo evitar ilusionarme con un buen romance.
¿Acaso somos adictos a sufrir? ¿Acaso somos adictos a lamentarnos por meses, a cambio de un solo segundo de sonrisas? ¿Acaso somos capaces de aferrarnos tanto al nivel de olvidarnos de quiénes somos? Quiero creer que no. Que tal vez no estamos tan locos. Que nuestro único problema es nuestra adicción por sentirnos llenos.
Somos adictos a todo aquello que nos saca de nuestros mundos por un segundo; Somos adictos a todo aquello que nos hace olvidar la tortura de un pasado; Somos adictos a todo aquello que nos hace ver nuestras aburridas vidas de otra manera, sea un buen amor, un buen trago, un buen café o un puñado de likes.
Sí, el discurso más ético sería: no debemos ser tan dependientes. Pero yo no soy una moralista, tampoco una santa. Soy una simple estudiante de periodismo que también ama y siente, y es consciente de que es imposible no esperar lo mejor. Es imposible no intentar llenarnos de algo. Es imposible no poner algo de corazón en aquello que nos hace felices y, quizá, también es imposible no depender un poquito de ello.
Así que esta es mi postura: No podemos evitar jugarnos el cuello. No podemos evitar esperar lo mejor, anhelar aquello que nos hace sentir mejores. No podemos evitar un buen café o emocionarnos con un nuevo amor.
Pero lo que podemos hacer, es salir ilesos para contarlo; Salir ilesos para que esa dependencia, esa joven experiencia, no nos limite a seguir viendo hacia atrás, en perspectiva de un pasado turbio. Sino, darle vuelta a ese “brebaje mágico” que nos llena por momentos, y darnos pie a nuevas experiencias.
En post anteriores mencioné la necesidad de dejar ir hechos de nuestro pasado para poder avanzar, la importancia de la resignación y la autoaceptación. Hoy tenemos que dar un pequeño paso más: Al llenar ese vacío que ocurre al “dejar ir”, también debemos aprovechar dicha sensación para reinventarnos.
Si necesitamos sentirnos llenos, es porque hay algo en nosotros que no está funcionando de manera correcta y es necesario darse un tiempo para meditarlo. Si bien hemos mencionado que no está mal llenar ese vacío, puede ser muy enfermizo seguir llenándolo sin parar mientras tratamos de ignorar su origen.
Quizá la solución más sensata es reconocernos. Mirarnos al espejo y pensar por qué estamos cómo estamos. Salir con otros, conversar sobre lo que nos pasa para entender lo que nos pasa. Dar paso a nuevas actividades o cosas locas que no pensábamos que podíamos hacer y mucho más que eso: Valorar a los que tenemos. Valorar todo aquello por lo que no hemos agradecido todavía. Regresar a nosotros mismos para crear un nuevo camino. Porque quizá, la única manera de solucionar ese vacío, es entender que nunca lo estuvimos.